BUSCANDO MADRIDGUERA
No es que empezásemos con muy bien pie. De las dos citas que ya traíamos de Sevilla para ver piso el primer día, una de ellas se nos vino abajo porque ya alquilaron las habitaciones. Eso nos dejaba con una cita a media mañana y unos pocos números de teléfono que habríamos de marcar para intentar conseguir algo.
Fuimos a dicha primera localización con expectativas diferentes. Yo, visto cómo se nos había complicado el tema de repente por nuestra falta de previsión (bueno, para qué utilizar eufemismos, quiero decir nuestra estupidez), estaba dispuesto a coger el primer sitio decente que se nos ofreciera. Juan Raúl aún pensaba que podíamos intentar lo del piso propio. Yo no estaba en absoluto de acuerdo, porque, ¿cómo comprometernos un año si ni siquiera sabíamos si duraríamos un mes? ¡Podían hacernos pagar un año entero habiéndonos marchado escaldados si al arrendador se le metía en los cojones! En fin, aún teníamos unos días para ver el percal y barajar opciones.
El caso es que la primera casa era de primera: nuestra habitación era en sí como un estudio, con una cama doble que se cambiaría por dos simples, varios muebles pequeños, un par de sillas, un gran mueble armario con una gran televisión, un espacio vacío donde hacer el idiota y nuestra propia nevera y microondas por 600 € mensuales y fianza equivalente. Aparte había otras tres habitaciones pequeñas más y cada una tenía llave. La cocina y los dos baños estaban muy bien, la habitación tenía calefacción y hasta nos decían que nos la limpiaban si así lo queríamos.
El único problema era que deberíamos entrar a vivir en Noviembre (esto es, diez días más que tendríamos que estar de okupas, y además con nuestra mudanza ocupando sitio) y que estaba en el quinto huevo. No es que estuviesen a una hora de la Puerta del Sol, sino que estaba en una especie de tierra de nadie a mil kilómetros de cualquier estación de metro, aunque éstas no estuviesen muy alejadas del centro capitalino. De modo que le dijimos a la casera que la avisaríamos en unas treinta y seis horas de si nos lo quedábamos o no, a lo que ella accedió y nos advirtió amablemente que otros pisos que veríamos podían ser verdaderos cuchitriles y que ya lo comprobaríamos por nosotros mismos. Nosotros asimilamos la información y le dijimos que ya lo imaginábamos, pero que teníamos que ver otros pisos antes de decidirnos por completo a pesar de que ese estuviera realmente bien, cosa que ella comprendió y nos advirtió gentilmente que algunos de esos otros pisos que veríamos podían ser tugurios como quizá tendríamos ocasión de comprobar. Así nos despedimos emplazándola a recibir una llamada nuestra día y medio después con nuestra respuesta definitiva tanto afirmativa como negativa, una vez hubiésemos visto alguno de los otros lugares que barajábamos, cosa que ella aceptó diciendo que esperaría nuestra llamada sin olvidarse de advertirnos que podíamos ver cosas repugnantes en algunos de los lugares que visitásemos. Con esta útil advertencia le dijimos adiós y que ya la llamaríamos para… ¡Maldición! Creo que estamos en un bucle. ¡¿Cómo se sale de esta casa?!
Total, que una vez salimos nos metimos en el primer bar que vimos para empezar a hacer llamadas. Juan Raúl se gastó sus primeros euros madrileños en pedir una tapa y un refresco, con lo que me ahorré pedir algo para tener la escusa de parar allí. Así que empezamos a calentar la oreja con el teléfono llamando a sitios.
Estábamos sumamente interesados en un piso que estaba muy bien emplazado, frente al Vicente Calderón, compartiendo con un chico y una chica jóvenes. El anuncio era muy interesante y estábamos muy ilusionados con él, pues además cada habitación era del orden de 270 €, lo que era barato para la localización. Sin embargo, pedían llamar a partir del mediodía y por mucho que llamásemos no nos cogían el teléfono. Por si acaso, incluso mandamos un SMS para manifestar nuestro interés ya que en el anuncio ponían que querían alquilar YA, y nosotros queríamos entrar YA y debíamos evitar que se nos adelantasen.
Por otra parte, había otro que nos interesaba que era un ático dúplex a compartir con una persona más y que ponía la habitación doble a 320 €. Debíamos esperar respuesta por e-mail ya que no había publicado teléfono, pero al mediodía, llegados a nuestra base de operaciones, encontré el mismo anuncio en otra web con el número publicado, de modo que por la tarde pudimos fijar una cita para el día siguiente a las 18:00.
En cualquier caso, antes de eso pudimos fijar una cita para las 20:00, y por fin a la hora de comer conseguimos quedar a las 17:00 para el apartamento del Vicente Calderón, lo que nos alegró un montón. En esta ocasión Juan Raúl estaba completamente de acuerdo conmigo en que si nos molaba, no lo dudábamos más y nos quedábamos allí. Y así de ilusionados fuimos a ver nuestro futuro hogar.
Nuestro futuro hogar no resultó estar tan cerca del metro como pensábamos, pero aún así la localización era muy buena. Subimos al piso (que era un sexto) y nos abrió un chaval mediada la veintena, canijo, y con una sonrisa de oreja a oreja que daba buen rollo. El buen rollo duró cinco segundos.
Nos guió por la que después bautizaría como “La Casa Cochambrosa” enseñándonos la más prodigiosa colección de clases de suciedades y microorganismos. Casi llego a pensar que esa casa era un plan maquiavélico de la casera anterior para hacernos volver corriendo a sus brazos a pedirle ser sus inquilinos. Los suelos presentaban manchas de diferentes tonos ocres, las paredes estaban descascarilladas, y las habitaciones… “Esta es una de las habitaciones. Tiene mucha luz porque da a un patio interior…” Patio interior, dice. A mí me parecía un conducto de basuras gigante. Y la habitación… un colchón roído en un somier medio desmontado, con las paredes cayéndose a cachos. Así nos lleva a la segunda habitación, que ya da al exterior, y que era igual con la salvedad de que en una mesa había un router con switch y adaptador Wi-Fi.
En fin, que nos lleva al salón y, esquivando trastos (“Siempre tenemos un montón de trastos, je je”) nos lleva a la terraza. Por el camino saludamos a otros supuestos pretendientes de las habitaciones pero que Juan Raúl creyó que en realidad eran los otros compañeros de piso, cosa que podía encajar por la descripción que nos hicieron de ellos, y salimos a la mencionada terraza, que se ve que es como llaman aquí al balcón. “Ahí tenemos unos cuantos trastos, pero cuando llega el calorcito en primavera los quitamos y ahí nos echamos unas cervecitas y se está la mar de bien” (¿Y dónde cojones los metéis? Porque yo no veo más espacio en la casa). Encima el tío va y se queja de que han hecho un buen parque allí abajo pero está en alto y lo que ves al salir del piso es un muro. ¿Por qué no miras hacia dentro de la casa en lugar de quejarte de lo que hay fuera?
Bueno, nosotros ya no sabíamos donde meternos y queríamos salir de allí, pero aún faltaba por ver la cocina, y ojalá hubiésemos decidido no verla, porque si el cuarto de baño (que vimos entre habitación y habitación) era asqueroso, la cocina era un mundo aparte. El blanco de los electrodomésticos ya no podía caracterizarse ni de gris, todo estaba sucio y daba al mismo patio interior por cuyas paredes debían desplazarse al anochecer tétricas criaturas del inframundo. La verdad, es una lástima no haber cogido la cámara en todos esos días porque las fotos no habrían tenido precio.
Total, que como a la de por la mañana, le dijimos que le responderíamos la noche del día siguiente como muy tarde ya fuera para decir que sí o que no y, eso sí, salimos más rápido de allí, porque no podía haber nada que nos retuviese en semejante sitio.
Como todo fue muy rápido, teníamos varias horas por delante para no hacer nada. Esperamos sentados en un banco hasta que diesen las 18:00 para poder hablar gratis por el teléfono de Juan Raúl y seguir llamando, y así pudimos fijar una cita para las 19:00 a tan sólo una parada de metro de distancia de la de las 20:00 y la del ático del día siguiente. De modo que por no seguir parados allí fuera con el frío que hacía cogimos el metro y fuimos a nuestro destino.
Como llegamos temprano y la casa estaba junto a la parada de metro, nos dedicamos a dar una vuelta por el vecindario. Nos agradó. Era tranquilo, había unos parques, un centro de salud, algún bar, un gimnasio y balneario, Mercadona, Lidl, carnicería, frutería, pescadería… El barrio se parecía a Sevilla Este. Y es que cada vez que cogíamos el metro, daba la sensación de estar en un lugar diferente que nada tenía que ver con el anterior. Al llegar la hora fuimos a la casa y nos abrió un pureta. Lo primero que pensé y que me echó algo atrás era que íbamos a compartir piso con un matrimonio, y yo no había salido de casa de mis padres para acabar bajo la supervisión de otros padres postizos. Pero enseguida comprobé que en realidad era un hombre separado, en trámites de divorcio. Nuestras habitaciones eran las que habían sido de sus hijas, y aún estaban llenas de peluches, pero él se encargaría de arreglarlas.
La casa estaba genial. La sala de estar era grande y con un pedazo sofá y televisor de plasma que harían las delicias de todo cinéfilo o, en su defecto, holgazán común. Todo estaba limpio, la cocina era perfecta y, según nuestro posible compañero nos contaba, él trabajaba haciendo metros (de los de transportar gente, no de los de medir) y se pasaba más de media semana fuera. Juan Raúl y yo nos mirábamos y asentíamos. Sin embargo, hubo dos cosas que nos retuvieron un poco:
Una, que había marcas en la puerta del dormitorio del hombre, cómo si hubiese habido violencia en la casa. Como le dije a Juan Raúl, yo no sé lo que ha pasado, de modo que no tengo por qué pensar que el tío ese sea un violento o lo sea la otra persona, o si al sacar un mueble han hundido las patas en la puerta. Luego Juan Raúl me recordaría que en la cocina había otras marcas iguales en las que yo no había reparado, pero yo no tengo por qué pensar pensar que el tío ese sea un violento o lo sea la otra persona, o si al sacar dos muebles han hundido las patas en dos puertas de dos habitaciones diferentes.
La otra, un comentario con respecto al anterior inquilino, al que el hombre (que se llamaba Paco, que me estoy cansando de escribir “el hombre”) había tenido que echar porque era un sucio y un vago que dejaba todo por medio: “Yo cerveza no bebo. Fuera de casa lo que haga falta, pero este se traía aquí los litros y los dejaba por todas partes y no los recogía”. Y claro, Juan Raúl pensaba “Joder, es que yo quiero poder beberme una cerveza tranquilamente”. Yo, por mi parte, lo interpreté a colación de aquello del orden y la limpieza, pero aún así daba que pensar. Luego el tío no nos ponía pegas por llevar gente – él mismo dijo que sentía no poder ofrecernos camas más grandes para tales ocasiones – y cuando le pregunté por la vicisitud de instalarnos lo antes posible y la pronta llegada de Jacinto durante unos días, respondió sacando una cama de debajo de otra.
En realidad conforme más pensábamos en esa casa más pegas le sacábamos, pues cuando le pregunté por contrato me dijo que no pensaba hacer ninguno, ni siquiera pedir fianza, que allí con ser serios bastaba. Aún así le pedí de forma diplomática algún tipo de acuerdo por escrito sencillito para estar seguros, y me contestó que le pediría a su abogada que lo escribiese. Y eso me hizo darme cuenta de una cosa: a lo peor la mitad de lo que había en la casa, dentro de un tiempo se lo quitaban, que los divorcios tienen esas cosas.
En cualquier caso, los pros aún nos seguían pareciendo mucho mayores que cualquier contra, porque aunque podíamos vivir un poco controlados por vivir con el dueño de la casa, ahora era un soltero más como nosotros y las condiciones de la casa y su situación estaban de escándalo. Así que, una vez más, dijimos que contestaríamos, afirmativa o negativamente, al día siguiente y fuimos a ver la cuarta casa del día.
Esta casa estaba a escasa distancia – que como nos sobró tiempo recorrimos andando – y tenía dos habitaciones por 300 € cada una y gastos de consumo pagados, si bien el dueño me manifestó que al ser una más pequeña podría dejarla más barata. También en cierto momento me advirtió que ya vivían allí dos colombianas, a lo que yo le respondí con lo que a mí me interesaba, que si aún estaban las dos habitaciones libres (que a mí me daba igual si había gente de Colombia o de Senegal). También me dijo que no había camas pero que nos las ponía sin coste.
Bueno, a Juan Raúl no le convencía eso de las colombianas. Pensaba que lo mismo iban a visitarlas más colombianos e íbamos a tener que soportar todo el día una fiesta reggaetonta. Eso y que tenía miedo de sentirse atraído por alguna de ellas y perjudicar la pacífica convivencia. Pero bueno, aún estaba por ver si el piso nos gustaba, que si no ya no teníamos ese problema. El piso nos lo enseñó el hermano del arrendador, ya que éste estaba fuera. Era un tío que se parecía a Ángel Martín y que era simpático, atento y respetuoso. Se veía en detalles como el llamar a la puerta para enseñarnos la casa con el permiso de quien ya estaba allí, quien se llamaba Sandra.
La casa estaba de puta madre. Además de tener el metro justo al bajar a la calle, estaba impoluta, tenía un gran salón (aunque escaso de mobiliario), y las habitaciones – que una de ellas la dejaban por 250 € - eran amplias con sus armarios empotrados y, eso sí, faltando las camas que habían de traer. El cuarto de baño era enorme, todas las habitaciones tenían calefacción de gasNatural, la cocina tenía todo lo que hacía falta… Sólo nos faltaba conocer a las dos inquilinas. A la que había allí sólo la saludamos al llegar y al irnos.
Estábamos entre dos aguas, entre las dos casas que acabábamos de ver, pero poco a poco nos fuimos decantando por esta última. Teníamos aún que hablar con el dueño por el tema de las condiciones, a ver cuánto tiempo mínimo pedía de contrato. Eso podía putearnos. No tardamos en hablar con él puesto que él mismo nos llamó para ver si estábamos interesados. En principio nos dijo que un año, y nosotros, como a todos, le dijimos que le responderíamos al día siguiente para bien o para mal.
Poco a poco nos íbamos decidiendo por este último piso, y pensábamos en fórmulas de negociación para intentar que nos lo alquilase por menos tiempo, pero aún teníamos números de teléfono e interés en visitar el ático dúplex. Llamamos a un número más y quedamos pendientes de que nos devolviesen la llamada para una cita, y alguien que había contactado por Internet (por la voz tenía pinta de pureta y decía ser funcionaria) me llamó para concertar otra cita con el interés de conocernos, ya que viviríamos con ella. ¿Conocernos? Nosotros lo que queremos es ver el piso para ver si nos interesa ¬¬. En fin, que para el día siguiente teníamos una cita por la tarde y estábamos pendientes de alguna más.
A la tarde siguiente fuimos a Vallecas, a ver el ático, y nos dimos cuenta de que estaba en el quinto pino (esta vez no digo huevo, que es una expresión juanraulesca). Entramos y vimos que estaba bastante desordenado, que había dos rottweilers en la terraza y que en realidad las habitaciones eran un mojón. Eso y que con cada minuto que había pasado desde el día anterior estábamos más inclinados a intentar alquilar el piso de las colombianas, gracias a que Juan Raúl veía capaz de contener su libido con la colombiana que conocíamos, hizo que no estuviésemos allí ni cinco minutos, y que llamásemos a la funcionaria para decirle que pasábamos. Aún así le dijimos al del ático que tendría una respuesta nuestra. Luego llamamos a Fernando, el arrendador del piso de las colombianas y no hizo falta convencerle de mucho. Estuvo dispuesto desde el principio a hacernos un contrato por tres meses y a buscarnos cama cuanto antes para mudarnos.
Así que el sábado por la mañana estábamos en nuestro nuevo piso, charlando con la compañera que no conocíamos, y esperando a Jacinto con nuestras cosas. ¡Sí, señor! ¡Este es nuestro nuevo hogar!
Ahora sólo hacía falta que Juan Raúl también pudiese contener su libido con Lina…
Por cierto, no llamamos a nadie para decirle que no queríamos su piso.
Próximo capítulo: Trabajo.